Tres trenes para cruzar desde la frontera de Francia con España, hasta Brujas, en el norte de Bélgica. Viajar sola es la oportunidad de encontrarte con viajeros de distintos lugares del mundo, cruzar mundos y compartir la experiencia. Combatir al turismo típico.
Comienzo la travesía en un tren francés. Vías que trazan el camino, miradas extrañas y furtivas entre desconocidos que compartimos un vagón. Tres portugueses están a mi lado izquierdo; dos pibes y una piba con unas gafas que no me permiten descubrir del todo su identidad. Nos ignoramos, pero al mismo tiempo somos conscientes de la presencia del otro; nuestras existencias se cruzaron en este vagón y seremos testigos y cómplices en las cinco horas que quedan para llegar a París.
Hace minutos atrás la chica de SNCF me chequeó el pase que uso por primera vez. El Interrail será mi aliado: 10 días de viaje por 24 países, cuidando mi bolsillo. Lo dejo arriba de mi libro de Hesse por si, en algún momento quieren volver a chequearlo, lo hagan sin invadir mi paseo ni mi sueño. La ansiedad me recorre las entrañas.
El tren arranca, es la primera vez que me subo a un tren de larga duración; el asombro me convierte en una extraña. Lo naturalizado para los demás para mí es novedoso; claramente, soy una turista sudamericana.
En cada estación el tren se detiene y gente nueva se trepa a la odisea: algunos con bicicletas y otros con mascotas. Antes; se abrazan y se saludan con aquellos que vinieron a despedirlos. Se intercambian miradas a través de la ventana y luego el tren se aleja y las miradas se desencuentran.
Todos se sientan al frente mío. Desde mi lugar, puedo ver a todos los que están en el vagón: es un asiento estratégico, y hasta antropológico. Todos emprenden viajes quién sabe a dónde y quien sabe por qué. Un francés prende su netbook y escribe quién sabe qué. Una francesa elegante lee un libro de quien sabe que y luego se duerme por un rato. Y sueña quien sabe que.
Por las ventanas miro las casas francesas, los lagos y las calles de cada pueblo. El tren se vuelve a detener y vuelve avanzar; el paisaje migra de una foto hermosa a una película dinámica, cada vez menos nítida, como si me estuviera abalanzando al tiempo. Y en cada estación, la estación anterior se convierte solo en un recuerdo, y la anterior a ella; en el recuerdo de un recuerdo. Mi memoria retendrá solo un par nombres, quizás, y hasta los mezclé, los confunda y los cambie. Como mi pasado mismo. Cada vez París está más cerca, pero luego viene Bruselas y luego viene Brujas. Llegaré a la madrugada luego de un día lleno de trenes, estaciones y soledad disfrazada de avalanchas de gente. O eso pienso.
Los portugueses hablan entre ellos y comprendo poco; deben tener un dialecto que desconozco. Me dan ganas de aprender más portugués. Los franceses se aíslan en sus mundos; estamos todos juntos pero a la vez separados, distanciados por un umbral de ignorancia y de desconocimiento. Me dan ganas de saber de ellos pero sé que no tienen interés de hablar conmigo. Nos intercambiamos sonrisas solo cuando uno le pide permiso al otro para ir al vagón de la cafetería o al del baño, también cuando sin querer alguno golpea, sin intención, al otro: no vaya a ser que haya mala onda. Porque, en definitiva, estamos todos en la misma. Nos respetamos como viajeros que tenemos que compartir este mismo espacio para llegar a destino.
No me duermo porque sé que en Bordeaux se bajan mis amigas y me prometieron venir a saludarme antes de bajar. Cuando llegamos a la estación, supe que ya no vendrían. Seguro estaban apuradas. Me dispongo a dormir un poco. Me queda un largo viaje. En París me encuentro, por una hora, con una de mis mejores amigas que está viviendo allá. Y me despido de la ciudad por un largo tiempo, supongo. El futuro está cerca y promete muchas cosas. Ya veremos.
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Viajar sola está bueno. La complicidad y la cooperación entre viajeros solitarios despierta un sinfín de actitudes para nada “normales”. Y lo anormal es lo que más disfruto que aflore. Encontrarme preguntando cosas, fingiendo o sintiendo real amabilidad o empatía con un extraño. Y de lo mejor: las deducciones a lo lejos. A veces cambio de papeles. Me imagino qué pueden deducir y pensar de mí según lo que estoy transmitiendo en ese momento. Y comienzo a cambiar según ese perfil; me trago del todo el libreto. La intelectual. La novata perdida y dulce. La viajera experimentada. La que habla en sueco y ningún idioma más. Todo cambia depende qué me ven haciendo. Si justo me hice una trenza sweety. Si estoy fumando un pucho y leyendo un libro. Si pido ayuda. Si estoy tomando un café sola en una confitería. Como el 14 de enero, cuando emprendí viaje de Buenos Aires a Barcelona. Tenía 4 horas de escala en Sao Paulo; me compré una cerveza y me puse a leer "Como cambiar al mundo" de Eric Hobsbawm. Seguro desconcerté a más de uno. Siempre es un perfil diferente, un recorte de mí que seguro les sirve para imaginarse cualquier cosa. Como yo hago con cada uno con los que me cruzo por breves momentos en algún rincón.

Llego a París y mi amiga Maru me encuentra en la estación Montparnasse. Me ayuda a llevar la valija gigante hasta la estación Paris Nord en metro. Estamos llegando tardísimo. Hace unos minutos que ella me dice que lleve la valija "como una persona normal", ya que la empujo con las cuatro ruedas de atrás para adelante en vez de llevarla de costado. Pasan pocos minutos, y apurada y torpe como de costumbre, por el impulso me caigo encima de la valija. Mi amiga me devuelve una risa visceral que contagia a muchos de los otros testigos de la caída. Recupero la compostura, me río de mi propia torpeza y seguimos corriendo al anden. La despido con una tristeza infinita; no nos veremos por 10 meses. Pero la razón es feliz: yo continúo un viaje de dos meses por Europa y luego vuelvo a Buenos Aires a recibirme. Ella se queda viajando y luego otro semestre estudiando en París. Estamos tristes y contentas; sabemos, en el fondo, que nuestra amistad se terminará nutriendo de nuestras experiencias separadas. "Te traigo a la última pasajera", le dice mi amiga al acomodador, y ya siento que tengo que retener lo más que pueda de su rostro y de su voz.
Me subo en un tren de alta velocidad rumbo a Bruselas. Pero hay algo que está fallando. Mi teléfono ya casi no tiene batería y me encuentro un poco desorientada. Un francés está sentado al lado mío; por su aspecto y su vestimenta solo puedo deducir que es de clase media-baja y por cómo se comienza a comunicar conmigo; que no habla ni entiende inglés. Sin embargo, ambos hicimos un esfuerzo paralingüístico para dialogar. Me explica que el enchufe debajo de mi asiento no funciona hasta que el tren arranque, o eso cree el. Sin embargo, el tren no avanza y ya pasaron 20 minutos de la hora de partida. Y eso es mucho en el viejo continente.
En el altavoz suena un anuncio en francés y la gente comienza a pararse y agarrar sus cosas. Debido al sonido que genera la exaltación de todos: no puedo escuchar la traducción posterior en inglés. Sorprendida, le pido al francés que me explique. El tren, claramente, no funciona y hay que ir rápidamente a otro en otra plataforma. Me invita a que lo siga. El chico de pelo largo, treinta y pico de años y muy flaquito, me observa mientras lucho con mi valija de 30 kilos y mis dos bolsos de mano. Con una sonrisa compasiva, se ofrece con señas a llevar mi valija. Yo le agarro su minúscula carry on, la bajo y la vuelvo a subir por las escaleras y finalmente se la devuelvo en el nuevo tren. Le agradezco infinitamente. La amabilidad de un extraño es dulce y desinteresada. Sabés que jamás te volverá a ver, y tampoco le interesa. Eso refleja mucho más que muchas otras cosas. Es como un corazón abierto.
Poco menos de dos horas a Bruselas. Leo un poco. Pero no puedo parar de observar a un chico, invento que es belga, comiendo una cantidad muy exagerada de comida. Comienza antes de que arranque el tren: primero, un sándwich gigante-de los más largos- de Subway. Luego, dos cookies también gigantes. Y luego gaseosa. Yo creo que si le ofrezco los caramelos de mi bolso me los acepta, parece devorar cualquier cosa que esté cerca. Y es muy flaquito. Estoy sorprendida. Envidio las lombrices solitarias del resto.
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fuente: google. |
Ya son casi las 12 de la noche. Llego a Bruselas. La estación se vacía instantáneamente. Pregunto en distintos puntos de la terminal dónde sacar el boleto, ya que no quiero gastar uno de mis días de viaje; y todos me dicen que no hace falta, que lo puedo comprar arriba del tren.
En Bélgica hablan tres idiomas: una derivación del holandés, alemán y francés. De ninguno de los tres entiendo una mierda. Pero por suerte compartimos ciertos símbolos. En la pantalla veo, en el itinerario de trenes, que en dos de los tres que partirán, uno de ellos el mío: hay cruces y avisos de advertencia. Vuelvo a preguntar: no pasa nada. Me asusto escandalosamente. Eso tiene que significar algo en cualquier parte del mundo. Le toco el hombro al que parecía más "conversable" de la estación. Sabés que significa eso, por favor, le digo. Traducime, por favor. Azarosa y claramente me dice que él también es extranjero. Es un rubio de ojos claros, vestido de ejecutivo, que ya pasó los cuarenta años. Es simpático y parece amable. Se preocupa a raíz de mi preocupación y vamos juntos al andén. Le preguntamos a todo el mundo que pasa con el tren.
“Ya está por llegar, solo está un poquito demorado”, dice una belga, muy amable. “Qué lindo que vas a Brujas”, agrega cálidamente. No puedo evitar devolverle una sonrisa eterna. Quedan un par de minutos y aprovecho para fumarme un pucho en el andén, es la 1 de la mañana en una estación vacía de Bruselas, Bélgica. Él rubio cordial seguro me concede una conversación, pienso. “¿Y vos, de donde sos?”, le pregunto en inglés. Él es polaco. Viene de un casamiento en Polonia, pero vive en un pueblito antes que Brujas. Se vino a trabajar por una oferta laboral muy tentadora. Vive solo acá. Me imagino la foto del momento: yo hablando con un polaco cuarentón en una estación desierta y oscura, a millones de kilómetros de mi hogar, sin saber ni nuestros nombres; pero riéndonos y contándonos de nuestros viajes.
Llega el tren y se sienta en el asiento de en frente. “Tengo mucho sueño. Si me quedo dormida me paso la estación y vaya a saber dónde termino”, le digo mientras bostezo. Preocupado por mí e interesado, también, de hablar conmigo, me charla todo el viaje para mantenerme lúcida. Me recomienda visitar Polonia, me escribe en una servilleta lo que no me puedo perder. Llega su estación y sabe que no me va a hablar ni me va a ver nunca más en su vida. Sin embargo, me aconseja que me ponga la alarma en el celular para dentro de 15 minutos. Y luego el adiós a un extraño. Suerte.

Un anciano me indica que la próxima estación es Brujas. Me ayuda un chico muy canchero, que apareció de repente, a bajar los bolsos. La estación está aún más desierta que la de Bruselas. Son pasadas las 2 de la mañana y el belga, que tenía una botella de champagne en la mano, me acompaña a la salida. Se ofrece a llevarme; su novia lo pasa a buscar y mi hostel le queda de pasada. El escepticismo y la desconfianza es clave en una viajera, en ciertos momentos. Le digo que no se preocupe, que prefería tomarme un taxi. No hay ningún taxi. Me ve solitaria y desahuciada. Se ofrece a pedirme un taxi y, claramente, acepto. No hay un alma en la puerta de la estación. Me llama un taxi con su Iphone, o eso creo, porque no entiendo nada de lo que dice. Se despide y se dirige al Audi que acaba de llegar, el único auto que se puede ver por cuadras. Lo saludo y le agradezco. Nunca se sabe cuándo se trata de una operación de trata de blancas, o una carnada fácil para los pibitos de la elite belga. Sin embargo, en el fondo puedo percibir que era un buen tipo.
A los minutos llega el taxi que me pidió el belga. El taxista habla muy bien inglés. Me cuenta un poco la historia de Brujas. Veo alrededor el paisaje medieval; parece sacado de una película histórica, las murallas, los castillos, el lago, la puerta gigante en el centro de la ciudad, los molinos. Llego al hostel St Cristophers. Me retan porque ya pasaron las 12 de la noche y mi reserva se perdió. Pero engañan al sistema operativo y me dejan quedarme a dormir. Llego a mi cuarto de 8 camas, todos duermen, son las 3 de la mañana. No puedo hacer ruido para cambiarme. Me saco solo el sweater y las zapatillas; me acuesto en la cama y pongo a cargar mi celular para avisarles a mis amigas que ya llegué. Se terminó mi travesía solitaria, una de las muchas. Conocí mucha gente que no volveré a ver ni se sus nombres. Llegué perfecta gracias a la solidaridad de extraños y acompañada, gracias a la complicidad de otros viajeros. A veces no importan los nombres ni las procedencias. Al final, todos somos un poco más de lo mismo, nacimos en lugares lejanos y en condiciones extremadamente diferentes, pero somos más de lo mismo. Viajeros y personas, humanos cuyas historias se cruzaron por un rato y aportaron para que cada uno llegue a su destino.
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